martes, 14 de diciembre de 2010

¡Pedazo de vegano! (o la génesis del odio hacia los vegetarianos)

Hay ciertas opciones y formas de encarar la vida que generan daño a la persona que las toma, pero que generan menos daño por la naturaleza de la opción misma que por la reprobación y las represalias de quienes rodean a la persona. Ejemplos históricos debe haber muchos: se me ocurren el ateísmo en alguna época, la homosexualidad, el consumo de drogas. 

Mi corta vida sin comer carne me está trayendo bastantes contratiempos, y me da motivos para incluir al vegetarianismo entre las opciones “sospechosas”, “perversas” y “perseguidas”. Lo que en un principio imaginé que sería una fuente de satisfacción y de orgullo, se ha convertido para mí en un problema.

La escena prototípica es la siguiente: recibo gente o voy a un bar o visito la casa de alguien. En el momento de la comida, sugiero o pido un plato de vegetales. Alguien, con total naturalidad, recomienda alguna comida cárnica. Yo agradezco, niego y vuelvo a insistir con el plato vegano. Inmediatamente, nace la sospecha. Como sé en lo que va a terminar el asunto, desvío la mirada y me sonrojo, lo cual acaba por delatarme. Termino confesando mi problema. 

Con suerte, todo terminaría ahí. Pero no. Mi problema no suele ser aceptado así como así. Mi interlocutor, ineludiblemente, levanta las cejas, sonríe y pregunta las razones. Yo tartamudeo. “Bueno, es que es medio largo…” Lejos de disuadir a mis adversarios, la vacilación alienta a que tomen la iniciativa. Ya se lo pueden imaginar: “Pero flaco, ¡los seres humanos somos carnívoros! ¡Si te ve un león y tiene hambre, te come! ¡La verdurita no te da energía!” Los más instruidos optan por argumentos científicos y profetizan mi decadencia corporal por falta de proteínas, vitaminas y demás sustancias terminadas en “inas” que habitan un organismo normal, alimentado a carne.


Delphine da explicaciones (El rayo verde, E. Rohmer).
No hace falta entender francés. Miren las caras y el ambiente.
Quizás así me entiendan.


Pero este post no intenta argumentar a favor del vegetarianismo. Esa discusión me aburre y, por lo demás, la pueden encontrar acá.
 
Lo que voy a tratar de analizar es por qué la categoría vegetariano cae dentro de las que atraen el odio colectivo. 

Intentemos aproximarnos de a poco. En principio, podríamos decir que el odio a los veganos es simplemente uno más de los innumerables odios hacia las minorías. El vegano se comporta de manera distinta, extraña, incomprensible y, como diría el amigo Pichon-Rivière, es un chivo expiatorio ideal que fortalece la identidad y la pertenencia de los carnívoros al grupo social mayoritario. No hay nada más reconfortante que burlarse de un vegano en un asado. Hasta acá la solución psico-social del asunto, que, por alguna razón, siento que se queda corta.

Probemos superponiéndole otra solución: la socio-cultural-económica. Uruguay es un país cuya economía se ha sostenido históricamente en la producción ganadera y la exportación de carne. Los uruguayos, habituados desde siempre a la abundancia de animales en sus praderas y al bajo costo de producción (siempre hay un bicho a mano para matar), se acostumbraron a basar su dieta en la carne. La costumbre, con los años, pasó a formar parte de una cultura nacional. El vegano, así, cada vez que intenta meter un ají en la parrilla o que amenaza con milanesas de berenjena,  pone en riesgo al mismo tiempo la economía y la identidad nacional. En este sentido, el lema “¡La verdurita no te da energía!” sería un reaseguro cultural contra una tendencia disgregadora y económicamente nociva.


 Modo de matar ganado
 Grabado que reproduce las vaquerías en el río de la Plata
durante la colonia española (S. XVIII).

(Por supuesto, esta solución es excesivamente simplificadora y no tiene en cuenta que la economía de un país no es homogénea sino que implica distintos intereses, muchas veces contradictorios. Sea como sea, lo cierto es que hoy en día, en esa puja de intereses, quienes se benefician de la producción de carne siguen teniendo un poder comparativamente alto). 

Las dos soluciones anteriores creo que serían suficientes para convencer a cualquier vegetariano (en verdad, el vegetariano ya está convencido; cualquier argumento que reafirme su creencia le viene bien). Pero creo que no terminan de completar el mapa y, en su incompletud, estas respuestas terminan siendo injustas con el carnívoro (quien probablemente ya abandonó el texto hace rato). 

En cualquier caso, para ser justo con el carnívoro que llegó hasta acá, quiero plantear una tercera solución al problema de por qué los veganos generamos ira: la solución moral. Acá es donde el vegano no queda tan bien parado. La solución la podemos encontrar, resumida en términos bastante precisos, en boca de cualquier carnívoro de buena cepa: “En realidad, el intolerante es él, no yo”. La frase es la conclusión de un argumento tácito cuyo desarrollo es este: el vegetarianismo, lejos de ser meramente una opción de vida individual, es al mismo tiempo un grito moral. No solo el grito del vegano activista, del que grafitea las puertas de las carnicerías y hace piquetes en los feedlots. No. Todo vegano, hasta el más silencioso (y quizás, cuanto más silencioso, más perturbador), juzga y condena con su comportamiento al común de los mortales. Es más, los juzga y los condena del peor de los pecados: asesinar. No hace falta que lo diga a los gritos. Ni siquiera hace falta que conteste con sinceridad ante la pregunta ávida del carnívoro. Incluso renunciando a opinar, incluso sonriendo tímidamente, incluso sonrojándose y disculpándose por su “problema”, la mera abstención cárnica es un gesto acusatorio de una violencia extrema. No hay forma de no acusar cuando se es vegetariano. No hay forma de no decirle al otro que es un asesino (en el mejor de los casos, un asesino ingenuo, una especie de ciudadano norteamericano que, por ignorancia, aprueba las guerras de su país). Y el carnívoro, así como el ciudadano norteamericano, no siente que merezca ese maltrato. No cree que esté haciendo nada malo (por el contrario, siente que está haciendo lo mejor). Como el esclavista de la Edad Media y como el machista de hasta hace unas décadas, el carnívoro de hoy no es otra cosa que una buena persona. Y, sabiéndose una buena persona, ve al vegano como alguien que lo agrede gratuitamente. Como un buscapleitos, como un molesto. Como un gil. Un gil que se cree superado y que no entiende nada. Un pedazo de vegano.

4 comentarios:

  1. Los intolerantes siempre se sienten injustamente intolerados. Esto le sucede a los carnívoros, así como a otras posturas amparadas por el orden dominante.

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  2. Pero che no tengo tiempo de contestar como se debe. Así que al punto y sin anestecia para que imaginen como me tiran con un basukasoooo:

    El vegano no deja de matar. Ante el vegano uno no está ante alguien que lo acusa a uno de asesino. El vegano no lo acusa a uno de esclavista o peor aún de yanqui. No.

    Comer carne frente al vegano es más bien como tener sexo frente a una monja. No es que uno piense que el sexo es malo y que no haya que tenerlo, pero la monja si lo piensa y a lo mira a uno como diciendo paraaaaaa che....

    Así es en conclusión los veganos no serán yanquis pero pertenecen a la religión catolica y se comen al papa. Los veganos tienen ese sentimiendo de elevación moral propio de los creyentes. Abrazo, saludos. Y disparen las basukassss

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  3. Pero cómo no lo vi, es verdad!! Quizas el tema no está tanto en la acusación de asesinato (que el carnívoro no la toma en serio), sino en el meta mensaje de "yo soy superior moralmente a vos". Eso es lo que enerva. Eso es lo que a mí me enervaría.

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